Por Julián D’Angelo
Coordinador Ejecutivo
Centro de Responsabilidad Social y Capital Social
(UBA)
El mundo atraviesa actualmente la mayor ola migratoria de su historia. En 2015 el número de migrantes internacionales y refugiados alcanzó los 244 millones, lo que representa un incremento del 41 % en los últimos 15 años. De mantenerse esa proporción de migrantes internacionales, en 2050 habremos llegado a los 321 millones.
Si bien el grueso de la migración internacional
obedece a factores económicos, en el caso particular de los 21 millones de refugiados,
son los conflictos, la violencia, las persecuciones, la represión política y
otras violaciones graves de los derechos humanos las que se cuentan entre las
causas principales de esos desplazamientos.
Muchos migrantes se ven también obligados a trasladarse
por razones que no siempre están contempladas en la Convención de Refugiados de
1951, como es el caso del deterioro ambiental como consecuencia del cambio
climático. En los últimos ocho años un promedio anual de 28 millones de
personas tuvo que migrar por estos motivos. En este caso con la complicación de que difícilmente puedan volver a sus
hogares de origen, y hasta incluso tienden a trasladarse a regiones donde el
riesgo ambiental es aún mayor.
En este escenario es donde se agudizan las
contradicciones entre el derecho a la libre circulación de las personas, por un
lado, y el derecho de los Estados sobre la entrada, salida y permanencia de las
mismas, por el otro. Con el agravante de que ya no es solo la protección de los
puestos de trabajo para los locales lo que está en debate, sino que también
entran en juego factores de seguridad pública.
Así aparece una tendencia cada vez más notoria en
diversos países al levantamiento de muros y vallas en respuesta a los grandes
desplazamientos de migrantes, a quienes se los empieza a tratar cada vez con
mayor frecuencia como delincuentes.
La muletilla de campaña del candidato republicano a
la presidencia de Estados Unidos Donald Trump, sobre extender el muro que los
separa de México, claramente no es un hecho aislado. Hace cuatro años otro candidato
republicano, Mitt Romney, incluyó en su plataforma la idea de que el muro se
expandiera hasta cubrir la totalidad de la frontera. Y hasta incluso otro precandidato
presidencial republicano en 2012 había propuesto la electrificación de toda la
frontera lindante con México.
Actualmente se cuentan en el mundo más de 50 muros
o vallas fronterizas. Pero la realidad ha demostrado que, no solo son
ineficaces, sino que además degradan al ser humano, ponen en riesgo sus vidas y
favorecen las redes de trata y las mafias.
Se calcula que, al menos, unas 50.000 personas
perdieron la vida en los últimos veinte años tratando de cruzar fronteras
internacionales. En noviembre de 2014,
en un duro discurso ante el Parlamento Europeo, el Papa Francisco manifestó que
era intolerable que el Mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio de
inmigrantes. A pesar de ello, al año siguiente se registraron otras 3000
muertes de inmigrantes al intentar cruzar dicho mar.
El Secretario General de la ONU en su Informe a la
Asamblea General, previo a su reunión del 19 de septiembre sobre migrantes y
refugiados, sostuvo que debe aplicarse a la “movilidad humana” un enfoque
basado en la dignidad y no en el cierre de fronteras y la criminalización.
La política de muros y represión no hace otra cosa
que agudizar la xenofobia y la hostilidad contra los migrantes y contradecir
claramente una de las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenibles
aprobados por Naciones Unidas en septiembre de 2015, que promueve la
cooperación internacional para “facilitar la migración y la movilidad
ordenadas, seguras, regulares y responsables de las personas”.
Inversamente a esta necesidad de inclusión social,
algunos pretenden instalar en la opinión pública la imagen del inmigrante como
un delincuente en potencia, o alguien que viene a quitarles el trabajo a los
nacionales. Por el contrario, la inmigración es un fenómeno social y económico
que debe ser abordado con mucha seriedad y responsabilidad por parte de los
Estados, la sociedad civil y las empresas, y que, muchas veces, resulta
trascendental para el comercio global y el desarrollo económico de las
naciones.
La migración es una realidad inevitable en este
mundo globalizado y el mundo es un lugar mejor gracias a este fenómeno. La
migración cumple un cometido esencial en el crecimiento económico y el
desarrollo, entre otras cosas, supliendo la falta de mano de obra.
Se estima que los inmigrantes producen entre el 7 y
el 16 % del Producto Bruto europeo, y que colaboran fuertemente en subsanar su
déficit demográfico. En Inglaterra
los estudios indican que el aumento de la inmigración fue decisivo para la
elevación de la tasa de crecimiento.
En los Estados Unidos los migrantes siguen aportando una alta proporción a los
empleos en el sector doméstico y de la construcción. También la agricultura y las industrias de
alta tecnología dependen mucho de los migrantes, pero ninguno de esos sectores
económicos ha intentado resolver los desafíos planteados por la inmigración.
Para lograr la
inclusión es indispensable contar con la amplia participación de una gran
variedad de actores, además de los gobiernos, como las organizaciones de la
sociedad civil, las comunidades religiosas, los medios de prensa y también las
empresas.
Para ello es
fundamental que, en la planificación de sus políticas de responsabilidad
social, las empresas empiecen a incorporar respuestas serias y sustentables
para la inclusión de los migrantes que, incluso, puedan dar respuesta a la
generación de la mano de obra que necesitan.
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